La
historia del conocimiento humano está tachonada de errores que condujeron a
resultados inesperados. Típicos casos son los del tipo que buscaba A y terminó
encontrando B. O el que buscando combinar C y D terminó encontrando E que al
final sirvió para desarrollar F. La enorme mayoría de los descubrimientos se
hicieron mientras efectivamente se buscaba eso pero no dejan de ser pintorescas
las equivocaciones. Algunas son conocidas, otras no tanto. Algunas son pequeñas
y otras gigantescas. Esta vez vamos a comentar el caso de, para mí, el más
grande error de apreciación, no solo de la historia de la ciencia y el
conocimiento sino de toda la humanidad. A modo de ejemplo, vayan unos ejemplos
redundancia aparte.
No
vamos a mencionar por demasiado conocido a don Cristóbal Colón, quien queriendo
ir a las Indias atropelló a América y para peor, murió sin saberlo. Si en
cambio, vamos a mencionar la historia de Charles Goodyear. En Brasil existió,
desde siempre, un árbol llamado científicamente Hevea Brasiliensis, más comúnmente conocido como caucho. Los
indígenas del Amazonas lo llamaban Cautchouc,
que en su idioma significa: árbol que llora. Y efectivamente, el método para
recoger esta sustancia lechosa que mana del mismo es efectuar un corte en forma
de “V” en su corteza y disponer de un recipiente en el vértice de la misma
donde se irá juntando gota a gota. De todos modos, así como sale del árbol no
sirve de mucho. Se debe cocer el menjunje en una hoguera que eche humo y recién
ahí tenemos el material que merece llamarse goma. Principalmente se utilizó
para hacer pelotas y borrar el trazo de lápiz. Un portugués tuvo la idea de
pintar una tela con caucho para impermeabilizarla y tuvo tanto éxito que casi
lo condenan por brujería. Con la llegada del automóvil el caucho tuvo una nueva
oportunidad. A alguien se le ocurrió tapizar la banda de rodamiento de las
incómodas ruedas de madera con caucho para hacer más placentero el viaje. La
idea era buena, pero la goma, así como así, no sirve puesto que se gasta con
mucha facilidad. Debería lograrse que fuera más dura sin perder flexibilidad.
Charles
Goodyear era autodidacta. Tenía experiencia en fracasar ya que lo había hecho
en varias oportunidades. Perdido por perdido se decidió a encontrar la solución
al problema del caucho. Durante 5 años probó mezclar el caucho natural con
cuanta porquería se le ocurriera con el mismo pertinaz fracaso. Se endeudó
hasta la miseria. El método empleado consistía en fundir una muestra de caucho
y mezclarla ya líquida con cualquier cosa. Una vez enfriada el bueno de
Goodyear probaba si había logrado un resultado favorable. Un día dejó una de
las muestras sobre la hornalla y fue a hacer quien sabe qué. Al volver, la goma
había roto el hervor y estaba chorreada sobre la cocina. Puteando en inglés
(había nacido en Connecticut, Estados Unidos) intentó limpiar el enchastre sin
lograrlo. Al enfriarse la muestra la cosa se puso peor. Acababa de inventar,
por error, el caucho vulcanizado mezclando una porción de goma fundida con
azufre que era lo que tenía la muestra en cuestión. Como en muchas otras
oportunidades a lo largo de la historia, Goodyear no pudo disfrutar de los
beneficios de su descubrimiento. Murió en 1860 en la pobreza. Le correspondió a
Frank Seiberling poner el dinero necesario para fundar, 38 años después de su
muerte (la de Goodyear) la Goodyear Tire & Rubber Company y llenarse de plata con el invento accidental.
Otro
ejemplo antes de ir al meollo de la cuestión. Para principios del siglo XIX se
había descubierto la nitroglicerina un poderoso explosivo. Además de sus
evidentes propiedades bélicas la nitroglicerina tenía aplicaciones en la
apertura de caminos, túneles y minería pero era y es extremadamente sensible.
No es que se ponga a llorar por cualquier cosa pero la compresión, la agitación
o la suba de temperatura la hace explotar violentamente. Un profesor de química
de la universidad de Basilea puso manos a la obra. Christian Schönbein se
llamaba y además de su despacho en el edificio de la universidad contaba con un
pequeño laboratorio en los fondos de su casa. Su esposa (la historia no ha
conservado el nombre de pila de ella) le tenía prohibido utilizar ninguna otra
dependencia de la casa para sus experimentos que no fuera el laboratorio debido
a la peligrosidad tanto de los éxitos como de los fracasos. Un día en que la
señora Schönbein no se encontraba, Christian violentó la norma. Utilizó la
cocina para realizar una mezcla de ácido nítrico con ácido sulfúrico con tanta
mala suerte que ésta se derramó sobre la mesada. Intentando borrar las huellas
del desastre tomó un delantal de algodón de la esposa con el fin de secarlo.
Como el delantal había quedado mojado lo colgó cerca del fuego de la cocina
para que se seque lo antes posible. Un destello lo sobresaltó justo a tiempo para
ver como la tela desaparecía súbitamente ante sus ojos. Acababa de inventar el
algodón pólvora o nitrocelulosa. No se bien si catalogarlo como un error o
simplemente como desobediencia.
Llegamos
entonces a la historia central de este post. A principios de los 1800 los
físicos contaban con un nuevo chiche para divertirse. Alejandro Volta andaba
por ahí ensartando en un palo unos discos de metal intercalados con trozos de
fieltro mojado. Si se unía con un alambre el primero con el último de los
discos, algo circulaba por el cable, algo tan nuevo que no tenía ni nombre. La
cuestión es que si, por ejemplo, se seccionaban las patas de una rana
(convenientemente muerta previamente) y se le aplicaban los extremos del
alambre, las patas parecían volver a la vida para horror de las damas
presentes. Dado que Volta apilaba los metales, el dispositivo se llamó
simplemente “pila” y es el antecesor de las pilas actuales de nuestras
linternas y las baterías de nuestros celulares. Un físico ingles también se
había puesto a jugar con el nuevo fluido que a estas alturas ya todos conocemos
como electricidad. El científico se llamaba Michael Faraday. Si se envolvía una
brújula con unas vueltas de alambre y se hacía circular corriente por él, la
aguja perdía el norte. Este fue el primer indicador del paso de la electricidad
y se lo llamó galvanómetro en honor a Luigi Galvani, quien lo descubrió. Ahí
había un primer indicio de que quizá la electricidad y el magnetismo tuvieran
algún punto de contacto. Se puso a jugar con ello para descubrirlo y lo logró.
Descubrió que si deslizaba un imán dentro de una bobina conectada a un
galvanómetro, la aguja de este se movía mostrando la circulación de corriente
por el cable. En 1824 fue admitido en la Real Sociedad de Londres y en ese ámbito presentó ante científicos y legos, incluida la Reina Victoria , su descubrimiento. Luego de mostrar que si movía el imán dentro de la bobina, la aguja del galvanómetro se movía también se le acercó Samuel Gladstone (Ministro de Finanzas de la reina) y le preguntó algo así como: “Muy lindo lo suyo don Michael, pero…¿Para que sirve?”
La
respuesta, hoy por hoy, para don Gladstone es muy obvia. El microondas, la
tele, la iluminación y principalmente la computadora donde esto escribo
funcionan gracias al descubrimiento de Faraday porque: las centrales
termoeléctricas constan de un motor a explosión que gira y hace que un imán se
mueva dentro de una bobina y genere corriente; las centrales nucleares están
compuestas de un enorme tacho donde se producen reacciones entre átomos de
uranio o plutonio que generan un enorme calor, que se aprovecha para calentar
agua hasta convertirla en vapor y así hacer mover una turbina mediante la cual
un imán se mueve dentro de una bobina para generar corriente; las centrales
hidroeléctricas interceptan una corriente de agua para que ésta al hacer girar
una turbina mueva un imán dentro de una bobina y así genere corriente. La
pregunta desdeñosa de Gladstone quedaría suficientemente respondida con
holgadez con estos ejemplos, pero hay mas, bastante más.
Un
tal Pavel Schilling pensó lo siguiente. Un interruptor podría hacer funcionar o
no a distancia un electroimán. Apagando y prendiendo una llave se podría hacer
que ese electroimán hiciera mover una chapita o lo que fuere que haga algún
ruido. Samuel Morse, mas tarde, en 1838 tenía ya desarrollado un código con el
que los mensajes podían ser enviados a la distancia que se les cantara.
La
famosísima carrera llamada Maratón remeda la heroica corrida de Filípides desde
Maratón hasta Esparta, alejada 246 kilómetros una de la otra, que le llevó 2
días y le costó la vida. La
caída de Fernando VII en España a manos de Napoleón se produjo el 1º de Febrero
de 1810 y la noticia llegó a Buenos Aires el 13 de Mayo del mismo año.
No
había forma, antes del descubrimiento de Faraday y las contribuciones de
Schilling y Morse, de que una noticia viajara más rápido que la velocidad de un
caballo rápido. Marco Polo, en su libro autobiográfico, se maravilla del
aceitado sistema de postas del reino del Gran Khan. Aún así los mensajes
tardaban semanas en llegar de un extremo al otro del territorio.
De
un momento a otro, la velocidad de circulación de la información pasó de unos 65 kilómetros por
hora (a caballo) a 300.000
kilómetros por segundo (por el telégrafo). La noticia de
la caída del Rey de España tardó 72 días en llegar a Buenos Aires. Mediante el
telégrafo le hubiera llevado 0,033 segundos cruzar los 10.056 kilómetros
que nos separan de Madrid.
“¿Y
esto para que sirve?” preguntaba ingenuamente Samuel Gladstone sin notar que
gracias al juguetito de Faraday en escasos años (14 para ser más exactos) la
humanidad rompió con 10.000 de aislamiento y las comunicaciones de hoy en día
(chatear con un primo que vive en Oslo o ver en vivo la Fórmula 1 en Singapur)
comenzaran a hacerse realidad.
Que
descansen.
Muy bueno como siempre Guille!!!!
ResponderEliminarLa moraleja es que no progresamos sin la ayuda de nuestra mujer.
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