miércoles, 14 de mayo de 2014

Donde hubo fuego....hubo un fósforo

      Si uno realizara una compulsa preguntando acerca de cual es el mayor invento de la humanidad, sin dudas una enorme mayoría respondería que es la rueda. Y en efecto, la facilidad de desplazamientos además de sus usos en múltiples ingenios mecánicos la convierten el uno de los objetos que le ha permitido al hombre ser lo que es. Por otra parte, no existe en la naturaleza nada similar. Los músculos se estiran y acortan. Se producen movimientos oscilatorios y de vaivén, pero los movimientos rotatorios parecen estar vedados en el mundo natural. Además de su evidente utilidad, la rueda es el más genuino de los inventos.  

      Si se quiere, el lenguaje ha proporcionado al hombre como especie la posibilidad de establecer comunicaciones complejas. Mucho más complejas que las de cualquier otro animal. La posibilidad que el lenguaje articulado le ha dado al hombre es hija de su inteligencia y madre de la civilización. Sin embargo no podría llamarse invento, dado que es probable que dentro de los cerebros humanos, la capacidad del habla ya estuviera ahí y solo necesitara comenzar a apilar conceptos.

      De todos modos, según mi modesto entender hay un elemento que si bien no inventó el hombre, aprendió a dominar y modificó su modo de vida radicalmente. 

      Y es que el dominio del fuego le permitió al hombre obtener un gran número de beneficios. Prolongó sus horarios de vigilia dado que la iluminación artificial le permitió abandonar sus hábitos gallinaceos y no depender del sol para seguir viendo. Le brindó confort durante las temporadas frías. Modificó los hábitos alimenticios permitiéndole la invención del arte culinario. La mayoría de las fieras temen al fuego de manera que una caverna con una fogata en su acceso quedaba al resguardo de cualquier acceso indebido o indeseado. Posteriormente posibilitó la metalurgia que a su vez permitió la fabricación de arados de metal para alimentarnos más eficientemente y la aparición de las espadas que permitieron que nos matáramos con eficacia quizá mayor que la de las cosechas.

      Pero...¿Siempre fue fácil prender fuego? ¿Como hacían antes del encendido electrónico de las modernas cocinas? Bombilla Tapada hoy recorre el camino que nos trae desde la antigüedad hasta hoy iluminados por el fuego. Vengan a la luz.

      Cualquiera que haya pretendido encender el fuego para un asado en condiciones más o menos agrestes habrá comprobado que es una tarea que requiere cierta pericia aún con fósforos modernos y combustibles líquidos de esos que los puristas del asado abjuran.  La carencia de encendedores o fósforos nos dejan en la cercanía de intentar hacer sushi con los chorizos crudos. Vencido el temor inicial, la única fuente para aprovisionarse de fuego era el producido por incendios naturales. Rayos, erupciones volcánicas e incendios espontáneos a causa del calor del sol fueron la única manera, durante mucho tiempo, de agenciarse de fuego.

      Así como durante los días de invierno tendemos a frotarnos las manos una con la otra a fin de que se nos calienten, cualquier otro tipo de fricción levanta temperatura. Y si es entre 2 maderas convenientemente blandas podremos apreciar la aparición, auspiciosa, de algo de humo. Si acerca uno a la zona humeante algo de filamentos de madera, virutas finas o cierto tipo de hongos secos puede lograrse que estas enciendan finalmente un modesto fuego. Del mismo modo con esas virutas (que llevan el nombre genérico de yesca) y un par de piezas de pedernal, llamado técnicamente silex, puede lograrse que saltando una chispa al entrechocar las piedras se tenga la suerte de encender las virutas y obtener fuego. De más está decir que los días húmedos o lluviosos el hacer fuego, que en condiciones normales ya era difícil, se convertía en una empresa casi imposible.

      Sin embargo la humanidad pasó varios miles de años de civilización hasta crear un modo de generar fuego de manera portátil. Puntualmente hasta 1827 año en el que un tal John Walker mezcló sulfuro de amonio, clorato de potasio, almidón y goma y las pegó en la punta de un palito. Con sólo friccionar el palito contra una superficie rugosa, éste se encendía. El problema era que estos primitivos fósforos se llamaban Congreves. Y esto puede no decirles nada hasta tanto no sepan que Congreves era el nombre de unos cohetes incendiarios inventados por William Congreves (un inglés) en 1808. Tanto los cohetes, como los fósforos solían ser explosivos y al poco tiempo su venta fue prohibida. De todos modos, como primer intento, vale el esfuerzo.

      Un par de años después, la emprendió contra el problema un químico francés llamado Charles Sauria. Éste los hizo de papel y untó en uno de sus extremos fósforo blanco. Todavía hoy los llamamos fósforos debido a la creación de don Sauria. El  o los graves problemas de los "cerillos prometéicos" tal como los llamó su inventor eran que (para empezar) se necesitaba que el fósforo entrara en contacto con ácido sulfúrico (cosa desde ya peligrosa) y que el fósforo blanco es venenoso (por si algún defecto les faltara).




      Hubo que esperar hasta 1852 y viajar hasta Suecia para que Johan Lundstrom tuviera la genial idea de separar los materiales peligrosos en sectores diferentes de la caja. Esta vez el elemento químico fósforo, no estaba en el palito a encender sino en el raspador de la caja (y todavía hoy lo sigue estando) lo cual evitaba las combustiones involuntarias. La compañía norteamericana Diamond le compró la patente a Lundstrom por 4.000 dólares y pronto estaba fabricando 150.000 fósforos diarios.



      Curiosamente el implemento más moderno para producir fuego de manera portátil rescata un mecanismo de los antiguos. Dentro de un cilindro de metal se aloja una pieza de algodón convenientemente embebida de combustible. Fuera de él pero convenientemente adyacente un pequeño trozo de pedernal, sostenido por un resorte, se frota contra una rueda dentada. Las chispas producidas van a dar al trozo de algodón que asoma en el extremo del cilindro y ¡Voila! tenemos un encendedor.

      Las máquinas modernas de fabricación de fósforos llegan a producir 2.000.000 de fósforos por hora. Los palitos a utilizar se embeben en principio con fosfato de amonio que impide que la madera se queme rápidamente. Luego se baña el lugar en donde se va a fijar la cabeza con parafina fundida a fin de que el menjunje inflamable se pegue mejor. Luego va el menjunje propiamente dicho compuesto de clorato de potasio, carbón y azufre. Todo ese lío para que su vida útil dure segundos.

      Mañana a la mañana cuando enciendan la hornalla para calentarse el café o el agua para el mate piensen en los miles de años que nuestros antecesores pasaron pensando la manera de hacer menos dificultoso lo que hoy hacemos tan fácil que ni lo notamos.




Es que como dijo el amigo Newton: Somos enanos subidos a hombros de gigantes.

Que anden bien.

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